lunes, 6 de mayo de 2013

COCIENTE DE HUMILLACIÓN

Paco Espadas
Vivimos tiempos difíciles, épocas de plomo donde los espectáculos de escarnio y  flagelación parecen aportar a una ciudadanía vapuleada la sórdida dosis de carne y sangre que necesita para sobrellevar sus cada vez más abundantes miserias cotidianas. Nada reconcilia más con la fortuna que el infortunio ajeno, la pornográfica exposición de sus minusvalías y desdichas. Reflejadas en el espejo de las desgracias de otros, nuestras vidas de hierro y fango se tornan soportables. Innumerables son los ejemplos de shows televisivos en los que la exaltación de nuestras bajezas se convierte en única razón de ser. El que últimamente más ha llamado mi atención, por sibilino, por cruel, ha sido el perpetrado por el magazine "Sálvame", que ha sometido a sus colaboradores a la enésima perrería: un test de inteligencia. Al grito de más cornadas da el hambre, los freak del equipo de colaboradores se han dejado asaltar el último bastión de su intimidad  y a estas horas ya conocemos (con mofa y vilipendio) el rankig de lucidez elaborado por una psicóloga con supuesto prestigio y evidente falta de escrúpulos éticos. No descenderé a cuestionar la fiabilidad del supuesto instrumento de medición de la inteligencia (primero tendría que asumir que es cuantificable una cualidad humana y antes me atrevería a responder a qué huelen las nubes). Tampoco haré historia de su origen, ni relataré las perversas aplicaciones que ha tenido en épocas nada lejanas. No es el cociente de inteligencia el que me preocupa, sino el de humillación, creciente a todas luces en este mundo globalizado del siglo XXI. 
No sufro especialmente por los pintorescos personajes del zoo de Tele 5. No los juzgo por hacer de la pornografía de la razón y el corazón su modus vivendi. Sin embargo me revuelvo en mi butaca, impotente, imaginando el efecto educativo que tendrá semejante proceder. Si por mantener un puesto de trabajo de esos considerados envidiables (famoseo, dinero, viajes y operaciones de estética) alguien en capaz de presentarse a un concurso de estupidez, qué no verá justificado hacer, simplemente por sobrevivir, su sencilla y vapuleada audiencia.
Que por mor de vanidades o necesidades se nos invite a rendir derechos y, lo que es aún peor, que semejante renuncia se nos venda como un acto de legítima autoafirmación, sólo indica que el ideal ilustrado de la inalienable dignidad humana es ya definitivamente un cadáver. Regresan tiempos de postración y humillación. Cambian altares y oficiantes, pero se mantiene el mensaje: sólo los capaces de despreciarse a sí mismos obtendrán recompensa. Así en el Cielo como en la Tierra.